el color de sus ojos- parte 2

   Cuando llegué al cementerio vi desde la verja a la criatura que paseaba firme esquivando las lápidas. Me preguntaba por qué estaría allí todavía, de modo que, decidí ir a hablar con ella, pero antes me fijé en ella desde lejos. Su ropa parecía anticuada, quizás de finales del siglo pasado y su pelo estaba liso cual sábana recién planchada. Me llamó la atención su forma de andar, tan cuidadosa y precavida en cada paso que daba. Daba la impresión de que temía dar un paso incierto. Al abrir el portón, la criatura se paró en seco y dirigió su mirada hacia mí, levantando su brazo derecho y saludándome eufóricamente.
    Nos sentamos en una sombra bajo un árbol y, como amigos de toda la vida hablamos durante horas. La expliqué el por qué me había asustado tanto el otro día y por qué me encontraba cerca de allí, donde no solía ir jamás. Ella en cambio me contó quién era, siempre guardando de evitar los detalles. Era tímida y se notaba que no tenía una vida social amplia detrás de esa amable sonrisa, ya que tenía ganas de hacer amistad conmigo. Me contó que de pequeña había sido abandonada por su familia en la puerta del cementerio y que, el sepulturero, la había recibido en su casa y había cuidado de ella como si de su propia hija se tratase. Me relató cómo el sepulturero, al que ella llamaba padre, no dejaba ver su rostro durante el día y, que durante las noches de viento se dedicaba a poner redes sobre cada una de las tumbas para que el viento no se llevase a las ánimas que, al parecer, eran sus únicas amistades, a parte de su hija. La chica me desveló lo que se dedicaba a hacer todos los días debido a que no recibía más educación que la de su padre y el periódico local, y algunas veces se alimentaba de las historias que le susurraban las ánimas.
   Entre tanto se nos pasaron las horas, y la tarde tiñó turbio el cielo, indicando la llegada de la noche con una leve brisa salada que provenía del mar. Ya nos despedimos tímidamente mientras yo deseé poder encontrarla de nuevo para liberar mi mente en ese mundo que parecía fantasía.
   Desde el lunes siguiente tomé por costumbre el ir a visitarla cada tarde al salir del instituto. Me fui alejando de los compañeros de clase, que habían llenado ya las tardes de 17 años de vida. Me creían enfermo porque me acercaba a ellos puntualmente, y era para copiarles las tareas que no había hecho el día anterior. Pero el hueco que fueron dejando esas amistades, lo llenaba poco a poco la chica de Niembro, la cual no conocía todavía su nombre. Cada tarde ella me esperaba sentada bajo el árbol donde charlamos el primer día. Y allí la resumía mi jornada diaria, que no tenía nada en especial. A ella la fascinaban las charlas sobre la materia que había aprendido en clase, y a mí sus historias de aquel desolado lugar. Antes de despedirnos siempre le hacía una pregunta que quedaba en incógnita, para mi desgracia.
-¿Por qué nunca sales del cementerio?
   Su  respuesta siempre era una sonrisa forzada que me daba pie a no mencionar ese tema jamás. Pero el misterio me corroía la piel, así que al día siguiente volvía a preguntárselo de nuevo.
   Una tarde, al llegar a nuestro punto de encuentro, me sorprendió que no estuviese allí. Pensé que quizás habría llegado algo antes de lo habitual, por lo que la esperé unos minutos. Seguía sin aparecer. En un pronto, me levanté y me dirigí hacia la Gran Casa. Me dispuse a llamar, pero la puerta era de una madera putrefacta y desprendía un horrible hedor que me hizo contener la respiración y evitar tocar aquello. Con una patada certera abrí la puerta sin mucho esfuerzo y me adentré en aquella mansión de arquitectura románica.